LA FILOSOFIA DEL RENACIMIENTO



Rodolfo Mondolfo (1980)Figuras e ideas de la filosofía del Renacimiento ICARIA EDITORIAL, S.A. Barcelona, España.
LEONARDO, TEÓRICO DEL ARTE Y DE LA CIENCIA
*
En  el  año  1452,  el  mismo  del  nacimiento de  Leonardo  da  Vinci,  el  humanista  florentino Giannozzo Manetti acababa de escribir, por invitación del rey Alfonso de   Nápoles,   su   obra  De   dignitate   et   excellentia   homims,   que   al   iniciar   las   celebraciones   renacentistas   del   poder   creador   del   espíritu   humano,   quería   reivindicar  la  dignidad  del  hombre  contra  el  vilipendio  medieval,  expresado  típicamente  —a  fin  de  humillar  el  orgullo  humano—  en  el  De  miseria  humanae  vitae del  Papa  Inocencio  III.  «Tú,  hombre  [decía  Inocencio],  andas  investigando  hierbas  y  árboles;  pero  éstos  producen  flores,  hojas  y  frutos,  y    produces  liendres,  piojos  y  gusanos;  de  ellos  brota  aceite,  vino  y  bálsamo,  y  de  tu  cuerpo  esputos, orina y excrementos.» Reaccionaba Manetti, proclamando que los frutos del hombre no están constituidos por estas sucias materias, sino por las obras de su inteligencia y de su acción creadora, para las cuales el hombre ha nacido como integrador y perfeccionador de la naturaleza mediante sus artes e inventos.
1«Nuestras,  vale  decir,  humanas  (escribía  Manetti),  son  todas  las  casas,  los  castillos,  las  ciudades,  los  edificios  de  la  tierra...  Nuestras  las  pinturas,  nuestras  las  esculturas,  nuestras  las  artes,  nuestras  las  ciencias,  nuestra  la  sabiduría.  Nuestros...  en  su  número  casi  infinito,  todos  los  inventos,  nuestros  todos  los  géneros  de  lenguas  y  literaturas...,  nuestros,  finalmente,  todos  los  mecanismos  admirables  y  nuestros,  finalmente,  todos  los  mecanismos  admirables  y  casi  increíbles  que  la  energía  y  el  esfuerzo  del  ingenio  humano  (o  diríase  más  bien  divino)  han  logrado  producir  y  construir  por  su  singular  y  extraordinaria  industria.»2
 Y  después  de  enumerar  todas  estas  artes  e  inventos,  arquitectura  e  ingeniería,  pintura  y  escultura,  ciencias  y  filosofía,  literatura  y  construcción  de  máquinas de toda clase, que la humanidad  va  produciendo  por  las  actividades  separadas y conjuntas de un sinnúmero de individuos diseminados en el tiempo y   el   espacio,   Manetti   los   imaginaba   reunidos   de   modo   que   se   pudieran   contemplar  de  una  vez  como  en  una  gran  exposición,  y  declaraba  que  si  esto  fuera  posible,  «nadie  dejaría  nunca  de  admirar  y  asombrarse»,3  y  todos,  con  Cicerón, reconocerían en el hombre una especie de Dios mortal.4
Por  singular  coincidencia,  aquel  mismo  año  de  1452,  en  que  Manetti  se  representaba  la  posibilidad  de  contemplar  de  una  vez  las  múltiples  creaciones  del   genio   humano,   señalaba   con   el   nacimiento   de   Leonardo   da   Vinci   la   realización de tal idea, no en forma material, es decir, como la exposición en un mismo sitio, de los más variados productos del genio inventivo del hombre, sino en  su  forma  espiritual,  o  sea  en  la  reunión  de  las  más  diferentes  capacidades  creadoras en una sola y misma persona. A Leonardo, por lo tanto, que reunió en su genio personal los genios de una multitud de artistas y científicos, pensadores e  inventores,  los  escritores  del  siglo  siguiente  le  dieron  con  justicia  ese  título  de  divino que Cicerón y Manetti atribuían a la totalidad de la especie humana, y le llamaron «el divino Leonardo».  Divino,  desde  luego,  por  la  excelencia  de  sus  creaciones  inmortales,  que,  sin  embargo, no significaban para él conciencia y goce de una perfección acabada y satisfecha   de      misma,   como   la   que   suele   atribuirse   a   los   dioses,   sino   insatisfacción constante de lo realizado, exigencia continua de superación, anhelo de investigación de lo desconocido, para captar, entender y explicar los misterios de  la  naturaleza,  tormento  de una aspiración inextinguible hacia el inalcanzable infinito.
O Leonardo ¿perché tanto pénate?
Oh,  Leonardo,  ¿por  qué  os  atormentáis  tanto?  Esta  pregunta,  escrita  por  un  amigo suyo en una hoja del Códice Atlántico, documenta la inquietud insaciable del espíritu de Leonardo, que siempre se atormenta por la conciencia de faltas y lagunas  en  sus  obras  y  conocimientos.  Como  artista,  que  reclama  en  su  obra  un  esfuerzo ulterior y más grande, Leonardo exige en sí mismo la presencia interior activa del crítico, siempre insatisfecho de su propia creación, y acicateándose a sí mismo  con  el  aguijón  del  ideal  inalcanzado.  «Cuando  la  obra  queda  al  mismo  nivel  del  propio  juicio  crítico  —dice—  es  mal  indicio  en  semejante  juicio;  y  cuando la obra se coloca más arriba del juicio, es pésimo indicio, así como ocurre a  quien  se  asombra  por  haber  obrado  de  manera  tan  perfecta.  Pero  cuando  el  juicio  supera  la  obra,  esto,  sí,  es  indicio  perfecto»;  porque  entonces  «la  obra  nunca  termina  de  mejorar,  si  no  lo  impide  la  avaricia».  Por  lo  tanto,  «es  un  mal  maestro  aquel  cuya  obra  se  coloca  más  alta  que  su  propio  juicio  crítico,  y  solamente se dirige hacia la perfección del arte aquel cuya obra es superada por el juicio».5
La  misma  exigencia  —anota  Gentile—  afirma  Leonardo  en  el  dominio  de  la  ciencia.   «La   verdad   fue   solamente   hija   del   tiempo»,6   conquista   gradual   y   progresiva  siempre imperfecta,  que  en  su  generación  infinita  nunca  podrá  ser  captada  totalmente  por  nadie.  «¿Qué  es  —pregunta  Leonardo—  aquello  que  no  se  da,  y  que  si  se  diera  ya  no  sería?  El  infinito.  Porque  si  pudiese  darse  sería  terminado y finito; pues lo que puede darse tiene su límite en lo que lo abraza en sus   extremos».7   Sin   embargo,   justamente   por   esta   imposibilidad   de   ser   aprehendido,   el   infinito   es   objeto   de   inextinguible   aspiración   y   continuo   esfuerzo; la perfección en el arte, así como la plenitud en los conocimientos, son los ideales inalcanzables que provocan el infinito esfuerza y el infinito progreso.
De  tal  modo,  arte  y  ciencia  son  formas  mutuamente  vinculadas  de  un  mismo  anhelo  y  esfuerzo  de  conocimiento  y  conquista;  no  permanecen  separadas  sino  que se compenetran recíprocamente, en una misma exigencia de comprensión y creación. En esto debemos reconocer con Cassirer8una característica de la época renacentista, que se ha manifestado en Leonardo más intensamente que en otros contemporáneos. En la escuela de Andrea del Verrocchio y en toda la atmósfera de su tiempo, Leonardo había respirado esta necesidad de vinculación mutua, no sólo  entre  las  distintas  artes  que  muchos  artistas  de  la  época  solían  cultivar  y  ejercer   conjuntamente,   sino   también   entre   artes,   ciencias   y   filosofía.   «Las   exigencias   pictóricas   —escribe   Bongioanni   en   su   Leonardo   pensatore—   se   convirtieron para él en exigencias especulativas. Sin salir de la pintura, Leonardo entraba  en  la  epistemología  y  la  metafísica.  Filósofo,  científico,  Leonardo  es  siempre  pintor.»9  Pero  hay  que  completar  estas  afirmaciones  con  las  recíprocas:  pintor y artista, Leonardo es siempre filósofo y científico, y entra en la pintura y en el arte sin salir de la epistemología y de la metafísica.

Comentarios